Él
se levantaba neutro, taciturno. Todos sus días se repetían idénticos, como un
reloj que es siempre el mismo reloj, diciendo las mismas cosas. Él soportaba
ser él todos los días, siempre con el mismo frío y con la misma coraza, con el
alma cactácea y la mirada dura.
Él que,
gélidamente, se definía como vacío, abismo, oquedad. Él, máquina. Él, péndulo
oscilando sobre nada, con un disfraz de orden. Él, y toda esa energía en estado
letárgico, fingían ser su esencia, su identidad.
Esa mañana
había despertado igual que siempre. Bebió café en la misma taza azul del día anterior
y observó la monocromía cenicienta del cielo que recortaba su ventana, que daba
hacia el oeste. Era jueves, debía aparecer la paloma de plumaje contaminado por
un ruido visual que la hacía horrenda, con su pico medio doblado hacia un lado,
bajo la inevitable ternura que producían sus ojos histéricos y vidriosos.
Apareció. La miró hasta que el reloj marcó las ocho y, entonces, reaccionó.
Tomó su abrigo y sus guantes negros y se dirigió rumbo a su trabajo, con la
calma de certificar que todo estaba en orden, sin alteraciones mayores que un
segundo más o uno menos. La paloma, su taza, las ocho, él y su vacío.
El día
transcurrió perfectamente para él, como en módulos, clasificado, previsible.
Sólo hubo un suceso que lo descolocó un poco, causándole escalofríos en la
espalda... Fue por la noche de ese jueves, antes de dormir, cuando un viento
enérgico penetró por su ventana geométrica, cuadrada, limitada, revolviendo
algunos rincones de su habitación que hacía años permanecían inmóviles, casi
sagrados. Un sobre saltó rimbombante desde el suelo, desde la oscuridad
cavernaria y polvorienta que yacía bajo un mueble viejo sobre el que descansaba
una radio que sólo vivía una hora en las mañanas de domingo. El sobre rojo quebró
la calma blanca de las paredes, rimó con la luz amarilla de la lámpara de noche
e hizo que el frío de Él se cuestionara el desde cuándo del desde siempre. “¿Cuándo
fue que mis días se volvieron todos los mismos, rutinarios, escuetos, insignific...?”
Y el escalofrío le cerró la boca, y el miedo a la respuesta lo obligó a
dormirse y a olvidar. Pero el viento que lo removió esa noche, como a esos
rincones de su habitación, revolviéndole el recuerdo... Y la violencia que le
engendró ese sobre rojo dentro de esa casa blanca, con su taza azul y sus
ventanas cuadradas... No, le fue imposible apaciguar todo eso... Pero no se dio
cuenta, o no asumió esa imposibilidad. Hasta aquel día.
El
miércoles de la semana siguiente, por la noche, luego de su rutina de siempre,
un poco molesto luego de aquel jueves, divisó, sin querer, un sobre colorado,
de ese rojo acosador, recostado donde lo había dejado aquel viento furioso.
Cerró los ojos muy fuerte -otra vez decidió huir- y se acostó a dormir.
Al día
siguiente, él, Juan Lencina, se levantó como siempre a las seis, tomó su
desayuno pero no acudió al trabajo, algo andaba mal, dislocado. Lo repasó
muchas veces hasta creer que había perdido la cordura. Todo en orden: las ocho,
la taza, él... Pero la paloma... ¡Faltaba la paloma! Su histeria, su pico
desequilibrado hurgando su plumaje probablemente en busca de piojillos, su
plumaje asimétrico, poco armónico, feo. Y sin la paloma faltaba su rutina, su
calma de saberse Él, Vacío. Faltaba su conformidad, el molde de sus días. Él se
sentía Juan y no lo soportaba. Y aquella pregunta volvía a hacer eco en su
cabeza... “¿Desde cuándo? ¡¿Desde cuándo?!” Sintió sed de respuestas, necesitaba
algo que lo saciara, ya no había forma de amoldarse de nuevo a lo viejo, a esa
estructura, la misma de siempre. Sintió náuseas y, entre un mareo, alucinó
colores... “¡El sobre rojo! ¡ El sobre rojo!” Entró a su habitación exasperado
y violento, como aquel viento del jueves anterior... En su desesperación tomó
la carta pero se escurrió de sus manos y se sacudió por el aire aterrizando
sobre el ropero de roble, imponente, tieso. Se desesperó más aún y corrió en busca
de algo que lo ayudara a subir. Lo primero que vio fue una silla... La de su
escritorio en su oficina, en su oficina tildada por la misma actividad, el
mismo humor. Habitada de veinte a veintidós diariamente por el mismo Él y el
mismo vacío. Pero esta vez era Juan quién buscaba una silla revolucionando el
orden establecido de esa oficina, como si fuese ajeno, un invitado o una
visita.
Colocó nerviosamente la silla debajo
del ropero, de ese armatoste ocre que crecía sobre él, Juan. Tanteó con sus manos
sobre el mueble sin éxito; entonces, desaforadamente, trepó sobre él a duras
penas. Una vez arriba lo vio, allí, dormido, con su color apasionado, con sus
cualidades vibrantes, aunque un poco desteñido por lo añejo. Lo tomó con sus
manos y respiró. Sintió un alivio, como si no hubiese estado respirando durante
toda aquella persecución.
Se centró
en el sobre, lo sostuvo como a una piedra preciosa y frágil o como a un bebé
pequeño, delicado, quebradizo. Se dispuso a despojar la carta del sobre y, vacilante
y trémulo, la desdobló. Observó el todo... Sobre el papel blanco, con tinta
negra, miles de códices inaugurando su mensaje, a punto del deleite.
Comenzó a
desesperarse de nuevo. “¡¿Desde cuándo?!” y se dispuso a leerla, saborearla,
enfrentarla. Lo hizo.
Permaneció
en silencio, pálido, absorto por un despertar, mudo; hasta que sintió que iba a
desmayarse. Se recompuso a fuerza de voluntad y reaccionó. Todo lo que había
sido, todo su él, la taza, la paloma y sus ventanas cuadradas, todo era un
error. Toda una vida muriendo por la cobardía y el orgullo que lo habían
inundado aquel día, en ese ‘desde cuándo’ en el que encajonó un sobre rojo.
Se
arrodilló como un psicótico sobre el techo del ropero de roble y se recostó disminuido,
reducido a mosca, así se sentía, peor que cuando era Él, péndulo, abismo.
Comenzó a gemir, a susurrar cosas
truncamente. Sentía su cuerpo caliente, podía percibir como el tuétano le
hervía en los huesos, o eran lágrimas... Porque enseguida comenzó a llorar
torrencialmente, sintiéndose como un niño desamparado. Su coraza conformista ya
no lo protegía, no tenía abrigo alguno para su alma que al fin se desnudaba.
La verdad,
la respuesta, no habían hecho más que destrozarlo. Había perdido el tiempo. La
nostalgia, la añoranza, el afán lo carcomían y él ya no podía hacer nada. No
aguantaría. Él era Juan y no lo soportaba. Releyó la carta hasta perder la
cordura, intentó recordar, buscar soluciones. Pero sólo escuchaba su voz por la
mañana y sentía su presencia juguetona coloreando la blancura de la casa,
curvando la rigidez de las ventanas. Recordó la plaza y su sonrisa inmaculada,
sus resfríos, sus ojos de súplica, sus berrinches, su firmeza. Recordó las
peleas, el mal humor, el egoísmo, el orgullo... Recordó el ruido cavernario del
portazo, su dolor, su ternura aquella última vez que lo llamó por teléfono.
Recordó la lluvia ese día, ahogando más y más el poco aire que le quedaba. Y, a
partir de allí, el mismo día todos los días y Él, el vacío, el abismo.
Ella
volvería, ella y su picardía, sus flores. Y él, él no había abierto la maldita
carta, prejuicioso, enfermizo, renegado, por su orgullo, de su arrepentimiento
por no contestar su llamada. Y luego, el frío. Y supo de ella lo que él se
inventaba, para no quebrarse, por miedo.
Y la
carta, la carta decía todo lo otro, todo su color, su curvatura, su revoltijo,
sus ojos de niña.
Se cansó,
su mente iba a explotar. Ya era tarde, la paloma no volvía, no volvería jamás,
era tarde. Era tarde para su trabajo y para su café. Miró la radio, miró el
techo, buscó un vacío al cual volver. No quería sentirse así. Él era Juan y no
lo soportaba. Miró al oeste, el cielo ceniciento seguía ahí, igual que otros
jueves, eso lo calmó un poco. Se desperezó, saltó del ropero a la cama
bruscamente, se lastimó un poco pero no le dio importancia. Sus ojos enfocaban
la ventana, nada más. Ella sí seguía cuadrada, recortando el mismo cielo. Se
posó sobre el marco cuadrado y se sintió como aquella paloma, todos los días lo
mismo. Pensó que, quizá, ella se sentía igual en ese momento, sin su taza azul,
sin Juan, sin vacío y sin ella, con un sobre rojo contrastando con su plumaje,
tiritando.
Se subió,
Él, al marco de la ventana, se secó las lágrimas y refregó inocentemente sus
cachetes calientes y húmedos. Se puso de pie, miró desde allí la carta roja aún
hablándole verdades. La miró desafiante.
Se
entumeció, se concentró en el tic-tac del reloj, en la taza azul, en la pared
blanca y en todo lo que lo hiciera volver a ser Él.
Y al
culminar el jueves: la habitación vacía, la taza vacía, Él vacío en el vacío y
la paloma rellenando el vacío de la ventana cuadrada.