10 de septiembre de 2012

Paloma




            Él se levantaba neutro, taciturno. Todos sus días se repetían idénticos, como un reloj que es siempre el mismo reloj, diciendo las mismas cosas. Él soportaba ser él todos los días, siempre con el mismo frío y con la misma coraza, con el alma cactácea y la mirada dura.
            Él que, gélidamente, se definía como vacío, abismo, oquedad. Él, máquina. Él, péndulo oscilando sobre nada, con un disfraz de orden. Él, y toda esa energía en estado letárgico, fingían ser su esencia, su identidad.
            Esa mañana había despertado igual que siempre. Bebió café en la misma taza azul del día anterior y observó la monocromía cenicienta del cielo que recortaba su ventana, que daba hacia el oeste. Era jueves, debía aparecer la paloma de plumaje contaminado por un ruido visual que la hacía horrenda, con su pico medio doblado hacia un lado, bajo la inevitable ternura que producían sus ojos histéricos y vidriosos. Apareció. La miró hasta que el reloj marcó las ocho y, entonces, reaccionó. Tomó su abrigo y sus guantes negros y se dirigió rumbo a su trabajo, con la calma de certificar que todo estaba en orden, sin alteraciones mayores que un segundo más o uno menos. La paloma, su taza, las ocho, él y su vacío.
            El día transcurrió perfectamente para él, como en módulos, clasificado, previsible. Sólo hubo un suceso que lo descolocó un poco, causándole escalofríos en la espalda... Fue por la noche de ese jueves, antes de dormir, cuando un viento enérgico penetró por su ventana geométrica, cuadrada, limitada, revolviendo algunos rincones de su habitación que hacía años permanecían inmóviles, casi sagrados. Un sobre saltó rimbombante desde el suelo, desde la oscuridad cavernaria y polvorienta que yacía bajo un mueble viejo sobre el que descansaba una radio que sólo vivía una hora en las mañanas de domingo. El sobre rojo quebró la calma blanca de las paredes, rimó con la luz amarilla de la lámpara de noche e hizo que el frío de Él se cuestionara el desde cuándo del desde siempre. “¿Cuándo fue que mis días se volvieron todos los mismos, rutinarios, escuetos, insignific...?” Y el escalofrío le cerró la boca, y el miedo a la respuesta lo obligó a dormirse y a olvidar. Pero el viento que lo removió esa noche, como a esos rincones de su habitación, revolviéndole el recuerdo... Y la violencia que le engendró ese sobre rojo dentro de esa casa blanca, con su taza azul y sus ventanas cuadradas... No, le fue imposible apaciguar todo eso... Pero no se dio cuenta, o no asumió esa imposibilidad. Hasta aquel día.
            El miércoles de la semana siguiente, por la noche, luego de su rutina de siempre, un poco molesto luego de aquel jueves, divisó, sin querer, un sobre colorado, de ese rojo acosador, recostado donde lo había dejado aquel viento furioso. Cerró los ojos muy fuerte -otra vez decidió huir- y se acostó a dormir.
            Al día siguiente, él, Juan Lencina, se levantó como siempre a las seis, tomó su desayuno pero no acudió al trabajo, algo andaba mal, dislocado. Lo repasó muchas veces hasta creer que había perdido la cordura. Todo en orden: las ocho, la taza, él... Pero la paloma... ¡Faltaba la paloma! Su histeria, su pico desequilibrado hurgando su plumaje probablemente en busca de piojillos, su plumaje asimétrico, poco armónico, feo. Y sin la paloma faltaba su rutina, su calma de saberse Él, Vacío. Faltaba su conformidad, el molde de sus días. Él se sentía Juan y no lo soportaba. Y aquella pregunta volvía a hacer eco en su cabeza... “¿Desde cuándo? ¡¿Desde cuándo?!” Sintió sed de respuestas, necesitaba algo que lo saciara, ya no había forma de amoldarse de nuevo a lo viejo, a esa estructura, la misma de siempre. Sintió náuseas y, entre un mareo, alucinó colores... “¡El sobre rojo! ¡ El sobre rojo!” Entró a su habitación exasperado y violento, como aquel viento del jueves anterior... En su desesperación tomó la carta pero se escurrió de sus manos y se sacudió por el aire aterrizando sobre el ropero de roble, imponente, tieso. Se desesperó más aún y corrió en busca de algo que lo ayudara a subir. Lo primero que vio fue una silla... La de su escritorio en su oficina, en su oficina tildada por la misma actividad, el mismo humor. Habitada de veinte a veintidós diariamente por el mismo Él y el mismo vacío. Pero esta vez era Juan quién buscaba una silla revolucionando el orden establecido de esa oficina, como si fuese ajeno, un invitado o una visita.
            Colocó nerviosamente la silla debajo del ropero, de ese armatoste ocre que crecía sobre él, Juan. Tanteó con sus manos sobre el mueble sin éxito; entonces, desaforadamente, trepó sobre él a duras penas. Una vez arriba lo vio, allí, dormido, con su color apasionado, con sus cualidades vibrantes, aunque un poco desteñido por lo añejo. Lo tomó con sus manos y respiró. Sintió un alivio, como si no hubiese estado respirando durante toda aquella persecución.
            Se centró en el sobre, lo sostuvo como a una piedra preciosa y frágil o como a un bebé pequeño, delicado, quebradizo. Se dispuso a despojar la carta del sobre y, vacilante y trémulo, la desdobló. Observó el todo... Sobre el papel blanco, con tinta negra, miles de códices inaugurando su mensaje, a punto del deleite.
            Comenzó a desesperarse de nuevo. “¡¿Desde cuándo?!” y se dispuso a leerla, saborearla, enfrentarla. Lo hizo.
            Permaneció en silencio, pálido, absorto por un despertar, mudo; hasta que sintió que iba a desmayarse. Se recompuso a fuerza de voluntad y reaccionó. Todo lo que había sido, todo su él, la taza, la paloma y sus ventanas cuadradas, todo era un error. Toda una vida muriendo por la cobardía y el orgullo que lo habían inundado aquel día, en ese ‘desde cuándo’ en el que encajonó un sobre rojo.
            Se arrodilló como un psicótico sobre el techo del ropero de roble y se recostó disminuido, reducido a mosca, así se sentía, peor que cuando era Él, péndulo, abismo.
            Comenzó a gemir, a susurrar cosas truncamente. Sentía su cuerpo caliente, podía percibir como el tuétano le hervía en los huesos, o eran lágrimas... Porque enseguida comenzó a llorar torrencialmente, sintiéndose como un niño desamparado. Su coraza conformista ya no lo protegía, no tenía abrigo alguno para su alma que al fin se desnudaba.
            La verdad, la respuesta, no habían hecho más que destrozarlo. Había perdido el tiempo. La nostalgia, la añoranza, el afán lo carcomían y él ya no podía hacer nada. No aguantaría. Él era Juan y no lo soportaba. Releyó la carta hasta perder la cordura, intentó recordar, buscar soluciones. Pero sólo escuchaba su voz por la mañana y sentía su presencia juguetona coloreando la blancura de la casa, curvando la rigidez de las ventanas. Recordó la plaza y su sonrisa inmaculada, sus resfríos, sus ojos de súplica, sus berrinches, su firmeza. Recordó las peleas, el mal humor, el egoísmo, el orgullo... Recordó el ruido cavernario del portazo, su dolor, su ternura aquella última vez que lo llamó por teléfono. Recordó la lluvia ese día, ahogando más y más el poco aire que le quedaba. Y, a partir de allí, el mismo día todos los días y Él, el vacío, el abismo.
            Ella volvería, ella y su picardía, sus flores. Y él, él no había abierto la maldita carta, prejuicioso, enfermizo, renegado, por su orgullo, de su arrepentimiento por no contestar su llamada. Y luego, el frío. Y supo de ella lo que él se inventaba, para no quebrarse, por miedo.
            Y la carta, la carta decía todo lo otro, todo su color, su curvatura, su revoltijo, sus ojos de niña.
            Se cansó, su mente iba a explotar. Ya era tarde, la paloma no volvía, no volvería jamás, era tarde. Era tarde para su trabajo y para su café. Miró la radio, miró el techo, buscó un vacío al cual volver. No quería sentirse así. Él era Juan y no lo soportaba. Miró al oeste, el cielo ceniciento seguía ahí, igual que otros jueves, eso lo calmó un poco. Se desperezó, saltó del ropero a la cama bruscamente, se lastimó un poco pero no le dio importancia. Sus ojos enfocaban la ventana, nada más. Ella sí seguía cuadrada, recortando el mismo cielo. Se posó sobre el marco cuadrado y se sintió como aquella paloma, todos los días lo mismo. Pensó que, quizá, ella se sentía igual en ese momento, sin su taza azul, sin Juan, sin vacío y sin ella, con un sobre rojo contrastando con su plumaje, tiritando.
            Se subió, Él, al marco de la ventana, se secó las lágrimas y refregó inocentemente sus cachetes calientes y húmedos. Se puso de pie, miró desde allí la carta roja aún hablándole verdades. La miró desafiante.
            Se entumeció, se concentró en el tic-tac del reloj, en la taza azul, en la pared blanca y en todo lo que lo hiciera volver a ser Él.
            Y al culminar el jueves: la habitación vacía, la taza vacía, Él vacío en el vacío y la paloma rellenando el vacío de la ventana cuadrada.

7 de septiembre de 2012

No sé porqué escribí esto.


Desperezo y desespero, todo eso pasa por dentro. Mientras tanto, yo, con cara de nube o concreto, de lluvia o grifo, aquí. Por dentro, por dentro el dinamismo, siento el cuerpo dormido, pero estoy enérgica, no existe equilibrio alguno. Estos son paseos que me quiebran, pero todo arde y todo seco. Y hay tanto tan lejos que no puedo percibirlo, envolverlo, procesarlo con todos mis sentidos: las plumas amarillas sobre su cabeza, con sus ojos de roble herido por la máquina, más allá los vientres y los niños y las armas y una familia tuerta, y una población ciega, y es un país bañado en yodo, en gasitas. Hay más, hay tanto tan lejos: el desliz de tus dedos, bonita, materializando lo inimaginable, con tu alma tan cruda conectándose con tu alma tan cruda, con tu ombligo, preciosa, con tu luz. Y más acá, más acá deditos de cobre, fénix, un saquito de té único e inigualable, borroso, nítido, confuso.
Sin embargo, yo, con mi cara de Sol o de foco, de roca o de portafolio, aquí. Con el espíritu a favor y el cuerpo en contra, me hacen funámbula, una funámbula muy trémula que dos pasos y abismos, que dos pasos y sismos, que dos pasos y chau.


¿Porqué escribí esto? Hay cosas que entiendo, estados. Pero el ombligo y qué se yo. Ustedes dirán (¿ustedes quiénes?)