27 de junio de 2012

Saudade de Brasil, não me deixe.

Fueron once, o más, los viajes que hice a Brasil con motivo de visitar a mi familia de parte de mamá. Fueron once o más, sólo sé que tengo casi 19 años y la última vez que viaje fue a los once. Lo curioso es mi recuerdo, no es que los viajes hayan sido todos iguales, porque es existencialmente, empíricamente imposible. Además yo crecía y tampoco era la misma que visitaba ese lugar que no era el mismo. Pero lo curioso es... Tengo sólo un álbum de recuerdo para todas esas visitas, unificadas, como si hubiese experimentado en todas ellas la misma sensación. Me acuerdo de los olores y eso fue todo. Me acuerdo de las montañas y eso fue todo. Me acuerdo de las casitas de la favela que flotaban a lo lejos, y eso fue todo. Me acuerdo de un aeropuerto, de un llanto, de un abrazo para cada uno y eso fue todo. Me acuerdo de un colectivo repleto, de uma onda no mar. De un mar con una sal. Me acuerdo de una subida y una bajada en el ascensor, y eso fue todo. Me acuerdo de una playa, de una bikini, de un olor a maconha de mi tío, de una pelea, de un macaco, de un Teresópolis, de unas nubes entrando por la janela. Me acuerdo de una noche a la luz de la luna jugando a las cartas clandestinamente con mis hermanos y primos, me acuerdo de un chirlo de mamá. Me acuerdo de una zambullida en la piscina y de una deshidratación sofocante en el sauna de abajo del edificio. Me acuerdo de un salvavidas y de un helicóptero, de una navidad, un Papá Noel y un regalo. Me acuerdo de una foto, de una tristeza y de una terraza, me acuerdo de un Año Nuevo y un cumpleaños, me acuerdo de un cuadro... Como si cada una de todas esas cosas abarcaran todo lo que fueron esos once viajes, o más, a Río de Janeiro, como si cada una de todas esas cosas se hibridara en una única sensación que es la que me asalta cuando siento ese olor, recuerdo esa playa, ese aeropuerto o a aquel salvavidas. Esa sensación de amor estancado por la falta de oportunidades, por el desborde de saudade, esa sensación de conocer algo que ha mutado tanto desde esos once años. Desconocer, entonces. Esa sensación de millones de kilómetros saltándome encima, encima de mi familia. Esa sensación de amargura o de dulce de leche con salamín, esa sensación de desahucio por la imposibilidad de dar un abrazo, un enojo o un te quiero antes del fallecimiento de Pedro, de mi vovó Alberto, o lobo mau, e do Zulú, o melhor cachorro do mundo. Esa impotencia de a quién se le degeneran los genes y las generaciones. Donde el esquema ortodoxo de ver a mi familia todos los años de repente se funda por falta de unos pesos. Todo eso junto, sí, todo junto lo siento, como litros de agua reventándome las vísceras, atormentándome el alma y resumiendo mis recuerdos, a uno solo, con el tiempo. El desgaste. Recuerdo que atesoro y repito para no olvidarme, para no morirme, para no llorar y seguir presionando a la voluntad, claro, y a la falta de recursos para que, un día, revolucionen este esquema nuevo, desde aquellos once, que me grita que me olvide o que me acostumbre, que me conforme. No, no, va en contra de mi todo, no. Esta saudade es un impulso, no un tapujo o un remedio, no un freno. Esta saudade permanecerá aunque llegue el día en que esté frente a los ojos de mi familia y viceversa, pero como un recordatorio o una vitamina para el recuerdo... Porque estoy condenada a verlos espaciadamente. Esta saudade es SAUDADE porque es de esa tierra hermana, porque existe extrañar Santa Fe y existe tener saudade de Río, du Brasil. Esta saudade tropical de idioma que sabe, chorrea, refresca y brota como fruta. Y, menos mal, existe la utopía que nos hace seguir caminando, dice Galeano (aunque en palabras lindas como él sólo), y bue, ahora respiro. Necesito de vez en cuando estos desahogos al respecto, y bue, no voy mañana, no voy en meses, garotinhos, pero ya voy, vou embora.